miércoles, 20 de mayo de 2015

Santa María Novella


Me asalta, de pronto, la imagen de esa tarde en Florencia en la que no entramos a la Basílica.
Dimos vueltas, lo recuerdo bien, por la parte más marginal de la ciudad, buscando no sé bien qué. El barrio era de inmigrantes al norte de la plaza; recuerdo que remitía vagamente al Once.
Eran los días en que estabas harto de pasear. Era caro, Florencia. No teníamos plata, o no queríamos gastarla. No sabíamos ya qué hacer, pero no quisimos entrar a la Basílica; estabas harto de las iglesias, y no insistí.
Buscamos un bar con mesas en la calle. Era un pub irlandés; estaba vacío. Pegaba lindo el sol de la tarde, y me sacaste una foto con mi sombrero naranja. En el fondo de la foto está la Santa María Novella. Ahí fue donde, según Boccaccio, se dieron cita los y las jóvenes que escapaban de la peste. Arreglaron para fugarse a una finca fuera de la ciudad, lejos de la muerte y la desolación. Y allí fueron, a retozar, bucólicos, entre cuentos y bailes y banquetes.
Pero nosotros no entramos.
Elegimos la peste.

sábado, 2 de agosto de 2014

Whores

Uno se siente especial.
Está ahí, parado junto a la Fontana di Trevi, mirando el Gran Canal, o el Arno desde el Ponte Vecchio; uno se saca una foto, azorado, junto a la imponente Catedral Gótica de Barcelona, o contempla con cara de amor profundo los mosaicos de la Mezquita Azul de Estambul, las arcadas de la ciudad vieja de Jerusalén, la frescura de los patios de la Alhambra...
La ciudad es nuestra amante. El tiempo que dura nuestra estadía, nos pertenece. La sentimos nuestra, al menos. Luego la recordamos con ternura, como un viejo amor de verano. Siempre nuestra. Especial. Alguien habla de ella y nos sentimos aludidos. "¡Ah!"- irrumpimos en las conversaciones ajenas - "¡Sí!" - nos entrometemos como si alguien hubiera dicho nuestro nombre. Creemos poseerlas. Nos sentimos involucrados, como si realmente les hubiéramos dejado algo.
Pero no.
Las grandes ciudades del mundo y de la historia son como rameras. Muchos, muchísimos las recorren, las tocan y las gozan, se enamoran de ellas, las sueñan, las evocan. Pero a ellas les da igual. Somos uno más, otro del montón.
Tal vez sólo quieren descansar un poco.

viernes, 2 de mayo de 2014

Granada

Hay ciudades que van del encanto al desencanto, y hay otras que hacen el camino inverso. Hay ciudades definitivamente encantadoras. Pero las mejores son las que quedaron encantadas.

miércoles, 2 de abril de 2014

I.

Si tengo que pensar en el punto cero, diría que es el encuentro. Pero, como en todo viaje, hubo muchos comienzos.
La conciencia del aire es el primer comienzo. El despegue también. Pero hubo tres despegues. Eso es lo que diluye al despegue como punto cero.
La conciencia del aire, entonces. Que se haga de noche porque giramos con la tierra, porque nos fuimos allá, donde ahora anochece. Sobrevolar Mauritania. Pensar: "Estoy muy lejos, estoy muy alto". Y pensarlo suavecito para no colapsar.

Atterizar en Estambul, la ciudad prometida de este viaje. Barquitos y luces en la noche del Bósforo. Un salto profundo que despierta el monstruo del miedo a volar. En el aeropuerto somos pasajeros en tránsito. Todo es raro y familiar a la vez. Las publicidades que vemos en las paredes nos hacen pensar en que la globalización homogeneiza la estupidez. Esperamos nuestro último vuelo de este viaje. Ya ni sé qué hora es, en ninguna parte.


Aterrizamos en Tel Aviv. El viaje fue corto y eterno porque el monstruo está despierto. Y yo no pego un ojo.
El encuentro es bizarro. Correr y abrazarnos. Hace frío y estamos en otro país. Ya no como pasajeros en tránsito. O sí. Pero nos vamos a quedar una semana. A la chica de control migratorio le pareció muy poco. Sospechosamente poco. Le mostramos los pasajes a Barcelona y nos dejó pasar.
Hace frío; me doy cuenta porque mi tía tiene puesta una campera. Salimos atontados con nuestras valijas por esa puerta que nos saca del mundo aeropuerto. Que nos pone en un mundo real pero tan extraño que si ahora hago mucha fuerza tampoco me creo que era yo la que estaba ahí. Mirta nos ve y corre hacia nosotros. Nos abrazamos y es ese abrazo lo que me pone en tierra.

Salimos a la calle y hace frío y es la madrugada. Lo miro a Juan y veo lo cansados y contentos y confundidos que estamos. Cargamos el baúl y subimos. Shiran maneja por una autopista que se parece a todas las autopistas, entonces hago fuerza para entender que estamos ahí, del otro lado del Atlántico y del Mediterráneo. Los carteles en hebreo ayudan un poco. Hablamos del viaje. Tengo un sueño narcótico porque en el avión apenas dormité. Es la hiper-realidad.

Llegamos, y esta es la llegada número no sé cuánto. Los viajes largos, comprendo, tienen muchas llegadas.
Un garage. Un ascensor. Un palier. Un departamento. Una charla con té y amor. Llegamos. Y nos vamos a dormir, a las 4 de la mañana, dos días después de haber dormido en casa por última vez.


martes, 11 de febrero de 2014

Un diario de viaje - Enero 2011

El avión.
Primero: es muy raro volar. Volar. Contar hasta cinco y estar en el aire. A la buena de dios.
Transcurre de una forma rara el tiempo en el aire. Todo es mucho y se pasa volando.
Aterrizar es exactamente el reverso de despegar: contar hasta cinco y estar otra vez en la tierra. El aterrizaje se aplaude, como una película.

Chubascos y viento.
Hay que arrancar. Tal como lo dijo el pronóstico, hay chubascos y viento. Un chubasco es exactamente un chubasco; palabra y fenómeno son idénticos.
Damos vueltas otra vez (nos pasa esto en esta ciudad) Con los pilotos sobre las mochilas, parecemos pequeños trenes.
Salimos con lluvia. "Arrecia" contra los vidrios, que se empañan. En conjunto, nos resignamos a no ver el paisaje.

Volver.
Parece mentira pero ahí está, tal como lo recordaba. Volver a un lugar en el que se estuvo y que permanece en la memoria como una imagen clara pero remota, volver y encontrarlo tal como lo dejamos, es lo más parecido a materializar un recuerdo.
Está el muelle, las frutillas, Facha y Pampa, el perfume, las flores, los relieves. Estoy yo y, sin embargo, soy más otra que el paisaje.
Me gustan los lugares a los que siempre se puede volver.

El encuentro.
No lo puedo creer, pienso. Se acerca y nos abrazamos. Qué hacemos acá. Lo mismo, ya sabemos. Las casualidades siempre tienen algo de obvias.
Me voy masticando todo lo que fue y será, todo lo que no fue ni será; doy una vuelta y llego al mismo punto exacto: todo es lo que debe ser, y nada más.

Dedo.
Resulta que el lugar está a dos coma cinco, tres, cuatro kilómetros, según a quién le preguntemos. Emprendemos la caminata. Yo voy haciendo dedo y él se fastidia porque no quiere estar parando a cada rato. Empiezo a caminar marcha atrás, con el pulgar en alto. Nadie nos lleva.
Avanzamos bastante. Llegamos hasta un camping anterior y entonces sabemos que ya caminamos un kilómetro y medio. Descansamos cinco minutos y en ese interín, nos levanta una motorhome. Es un desorden total adentro. Tiene una tv de por lo menos 21 pulgadas. Es un matrimonio. Viaja con ellos un señor mayor, sentado a la mesa y totalmente absorto. No pronuncia palabra. No nos mira.

Camping.
Recuerdo haberme dormido esa noche con el arrullo del lago.
Los días pasaron volando, pero, al mismo tiempo, con cierta parsimonia de caballo. Juntamos leña, hicimos fuego, mejoramos.
El último día fue extraordinariamente lindo.
Irse fue una mezcla de tristeza y no sé qué. Descubrimos la bondad de dejar partir ciertas cosas. Dejarse partir, sabiendo que se abandona un lugar al que siempre se puede volver.


viernes, 6 de septiembre de 2013

en el camino

Siempre en el aeropuerto.
Como si ese fuera el único espacio -el umbral entre el viaje y el no viaje- que, desde ese otro espacio liminar, que es el sueño, puedo evocar.

Es cierto que soñé con Almería. Y que antes me soñaba caminando por ciudades desconocidas. Pero, en cierta forma, siempre estoy en Buenos Aires: Atenas era un poster del partenón, Oriente era un restaurante chino, Almería no era más que una vereda porteña con calle de agua (Almería-Almagro)

El aeropuerto, o ese momento de tránsito entre estar acá e irse, es lo que más trabajo me da. Siempre me falta el equipaje, o parte de él, o el pasaporte, o el dinero. No doy con la puerta correcta, o no entiendo el idioma de los altoparlantes, o el tráfico se empecina en hacerme llegar tarde y perder el avión, o esa otra vez que el avión carreteaba por la escalera mecánica del aeropuerto, para, luego de una breve subida, detenerse a descansar en un primer piso, lo más alto y lo más lejos que llegaría.

No encuentro las referencias para lo otro. Me preparo con angustia para el momento liminar, el momento de pasaje entre un estado y otro. El estar-en-viaje no se decodifica, todavía. Estoy dejándolo en blanco; a la pura sorpresa.